Sopitas.- La depresión es una experiencia humana que de no ser atendida de manera correcta puede llevar al suicidio o poner en riesgo la vida de otras personas; aunque es considerada un trastorno mental tratable para minimizar los efectos negativos, en el Instituto Nacional de Psiquiatría —llamdo Ramón de la Fuente Muñiz— se asume a este estado de conciencia como un delito.
En su interior podría experimentarse un encarcelamiento. Bajo la premisa del periodismo vivencial, “vivirlo para contarlo”, esta es la crónica de 5 días dentro del Instituto Nacional de Psiquiatría.
Me “saqué la lotería” y me dieron cama en el Instituto Nacional de Psiquiatría
Entre el 76 y 85 por ciento de la población con desórdenes mentales en países de ingresos bajos y medios carece de acceso al tratamiento necesario, según la OMS.
México no es la excepción.
El Instituto Nacional de Salud Pública reconoce la ausencia de tratamientos dignos o de calidad con un trastorno psiquiátrico y que “más (del) 75 por ciento de los casos graves y moderados entre adultos no recibieron atención médica o psicológica por la carencia de acceso”.
Lo anterior ocurre al interior del Instituto Nacional de Psiquiatría, Ramón de la Fuente Muñiz:
Fue un jueves a media tarde cuando llegué. Los filtros burocráticos hicieron una espera de 9 horas para por fin hospitalizarme. “Tienes suerte si te dan una cama”, me comentó la madre de una paciente que llevaba 4 días esperando a que le asignaran una.
Me “saqué la lotería” y me dieron cama.
Con un diagnóstico de depresión por estrés postraumático, padecimiento común entre periodistas y defensores de derechos humanos, un tema del cuál hablaré en otro ejercicio, a las 2 de la mañana me llevaron a la habitación.
Con la incertidumbre de ingresar a una institución pública de la que alguien te dice “es muy buena” pero otro alguien te expresa “los dejan peor”, acepté la disyuntiva y asumí el internamiento en el Instituto Nacional de Psiquiatría.
Hasta el lunes…
Duré 5 días adentro del Instituto Nacional de Psiquiatría porque experimenté el “los dejan peor”.
No vi la luz del sol por tres días consecutivos, ni tampoco respiré aire puro debido a las reglas institucionales. Tuve “mala suerte” de entrar en casi fin de semana.
Y es que a los pacientes se les permite salir de lunes a viernes, sólo dos horas por la mañana, a una amplia área verde para recreación, porque el resto del día es usado por el personal del hospital para comer y hacer largas sobremesas.
En mi caso, el contacto inicial con los médicos fue el viernes justo a la hora de la corta sesión recreativa en el exterior. Mi piel no sintió el calor del Sol hasta el lunes.
Yo me preguntaba: sí esto es un hospital donde el contacto con ventilación exterior, el sol o el jardín podrían ser un alivio para las almas tristes; entonces, ¿por qué la prioridad de esta herramienta terapéutica es usada mayormente por la burocracia y no por los pacientes?
—¿Por qué no podemos salir al jardín más tiempo, o el sábado y el domingo?, llegué a preguntar.
—Es que no tenemos personal para los fines de semana, reconoció una enfermera.
Desde la ventana de la habitación en el Instituto Nacional de Psiquiatría veía aquel jardín, como gato que se queda mirando hacia fuera con limosnas de luz solar, pero con la frustración de no tomar aire fresco.
La habitación fría, con muebles desgastados. Un colchón incómodo. El baño con olor a caño y de vez en cuando moscas aparecían como chispazos en el aire. “Estar aquí no me va a sanar”, me decía con incertidumbre frente al árido contexto.
Las horas son lentas, muy lentas. Dar vueltas por la habitación o salir cada tanto a caminar en el pasillo de 26 pasos de ida y 26 de regreso. Los conté.
Hay un salón donde cohabitan un comedor de 12 personas, dos sillones, un televisor y luz blanca todo el tiempo porque no es posible distinguir entre el día y la noche. Es una caja de zapatos.
Este cubo es considerado el área de “esparcimiento”. Ahí se come. Pero también se puede acceder a un estante con pocos juegos de mesa, algunos incompletos, al que le llaman “ludoteca”. Pocos libros, algunos despastados. Crucigramas usados. Comenzó a ser nauseabundo hacer todo ahí.
Para toda solicitud la respuesta era “¡hasta el lunes!”:
—Me gustaría pedir a mi familia un libro, ¿es posible?, preguntaba a los médicos o enfermeras de cada guardia.
—Hasta el lunes porque no hay personal, respondían.
—Me gustaría tener más hojas para escribir.
—Hasta el lunes.
—No llegó mi ropa completa, ni mis artículos personales.
—Hasta el lunes.
—Me estoy quedando con hambre, ¿se puede solucionar?
—Hasta el lunes.
—Un medicamento me está cayendo mal, me siento raro, ¿podría hablar con un doctor para que lo considere?
—Hasta el lunes.
El tufo de abandono impregnaba el ambiente todo el fin de semana.
En un país donde también la salud bucal es precaria, irónicamente en el Instituto Nacional de Psiquiatría no es posible usar hilo dental.
A uno de mis cuidadores o acompañantes —mismos que contratan por fuera con jornadas de 12 horas extenuantes, a veces sin alimento y porque no hay personal suficiente— se le ocurrió sacarlo de las cobijas. Fue así como me aseaba la boca: iba a la cama a buscar la manta para deshilachar el hilo suficiente para lavarme entre los dientes como recomiendan los dentistas.
La comida era poco variada, austera. Casi siempre la misma guarnición: zanahoria, jícama, y betabel rayados. Tortillas racionadas: 3 por persona. Cuando lo llegué a comentar con la nutrióloga me dio la razón. “Hay pocos recursos”, dijo.
No hay presupuesto suficiente, no hay médicos suficientes, no hay enfermeras suficientes, no hay personal administrativo suficiente; sin embargo, la recuperación de las personas internas sigue su curso.
Precarización laboral en el Instituto Nacional de Psiquiatría
En una de las entrevistas que me hicieron durante el largo proceso de ingreso una joven doctora se sinceró: “nosotros también estamos afectados emocionalmente”.
Hubo enfermeras con mala cara y médicos con poca paciencia:
—El doctor ya pasó a verte 3 veces hoy, me dijo un residente a manera de reclamo, como si hubiera un límite de conversaciones con ellos.
—Está recibiendo la atención gratuita, me dijo una enfermera malhumorada para justificarse.
El Burn Out es un estado de desgaste físico, emocional y mental; que lo padecen quienes están expuestos a exigencias agobiantes, estrés crónico o insatisfacción en el trabajo. La posibilidad de que se presente en el personal médico en México —no sólo al interior del Instituto Nacional de Psiquiatría— podría ser altísima; reconoció la doctora en política pública, Teresa González Anaya para Sopitas.com.
La experta recordó que en 2022 la OCDE realizó un estudio de países miembros sobre los servicios de salud que ofrecen y se identificó que en México solo existen 3 individuos por cada mil habitantes de personal de enfermería, mientras que el promedio del organismo es de 10 personas por el mismo tanto.
Otra manera de entender a los servicios públicos precarios para la salud mental en México, González Anaya recordó otro dato de la OCDE: mientras que en Suiza hay 53 psiquiatras por cada cien mil personas, en México hay sólo uno.
Sobre el porcentaje de psiquiatras existentes dentro del universo de todas las especialidades médicas de cada país miembro la OCDE se reportó que el promedio de los países que la integran es de 4.8, mientras que en Suiza es del 12 y en México sólo es del 0.46 por cierto, a lo cual la experta opinó que con estos números se puede entender, pero no justificar, la crisis en materia de atención en la salud mental.
“Hay pocos recursos y sal delante con lo puedas”, dijo.
La investigadora en temas de Gobierno y Salud opinó que antes de la pandemia los servicios de salud en México ya estaban colapsados, pero después empeoraron. También dijo que existen mitos o resistencias para atender la salud mental.
La depresión no es un delito
Durante la estancia en el Instituto Nacional de Psiquiatría hablaba —a veces con enfado, a veces con resignación— con el personal médico respecto a las irregularidades que percibía y que fui anotando en hojas de papel que a cuentagotas me proporcionaban, con crayolas desgastadas, “irónicamente, aquí adentro, encontré un tema para hacer una crónica periodística”.
Saliendo, le conté a una amiga la experiencia y me dijo que le hacía recordar al Marqués de Sade, que, con la imperiosa necesidad de escribir pude haber llegado a escribir mis notas sobre las paredes con sangre o excremento, como se dice lo llegó a hacer el escritor francés.
Felizmente eso no ocurrió y tuve, al final de cuentas, escueto material para documentar.
En algún momento, el médico tratante de mi caso quiso llevarse las notas que iba recopilando, a sabiendas que estaba registrando la precarización del sitio, en un acto que podría sugerirse como violencia médica de su parte.
No obstante, hubo personal del Instituto Nacional de Psiquiatría consciente de la situación que llegó a reconocer la atención precaria: “haga su reportaje, porque muchas cosas no están en nuestras manos, así está todo el sistema de salud”, “esto es muy del sector público”, expresaron algunos.
La depresión no es un delito
Durante las caminatas sobre el pasillo en círculos infinitos miraba de reojo las habitaciones oscuras, algunas de ellas con siluetas de pacientes recostados. Una sensación mortuoria.
Debido a la carencia de atención psicológica un enfermero me sugirió “saque lo que trae hablándolo con quien se pueda, hay médicos o enfermeras que a veces escuchan, depende del carácter de la persona”. El azar para la contención emocional.
En algún punto del dramático fin de semana tomé la decisión de abandonar el Instituto Nacional de Psiquiatría debido al miedo de poner mi salud mental en manos de la falta de comunicación, negligencia, precariedad y violencia sistémica.
Solicité mi salida el domingo por la mañana, pedí hablar por teléfono con mi familia y mi terapeuta, pero la llamada pudo concretarse por ahí de las dos de la tarde, con minutos restringidos. Sí, como ocurre en las prisiones. El residente en turno, impaciente, cortó la llamada de tajo cuando me excedí del tiempo permitido, no alcancé a concretar con mis interlocutores.
Con el tradicional “Hasta el lunes” me explicaron que no había personal de trabajo social para tramitar mi salida, por lo que estuve retenido en contra de mi voluntad más de 24 horas. Abandoné el lugar hasta el lunes por la tarde.
“No vayas a gritar o a golpear paredes, porque los amarran”, me llegó a decir uno de mis cuidadores al percibir mi impaciencia y sensación de encierro durante la tarde del domingo.
Con un esfuerzo monumental de ecuanimidad me acerqué a la ventanilla de las enfermeras para explicarle que me sentía en una jaula de paredes blancas, que el espacio no era sano y que estaba al borde del colapso emocional. Le pedí un tranquilizante “para evitarnos la amarrada”.
Me dio la razón en todo, fue solidaría. A los 5 minutos regresó con el médico de guardia y una jeringa con líquido amarillo. Se acercó y sentí el pinchazo el brazo, a los pocos minutos el efecto sedante hizo lo suyo.
Así estuve la tarde del domingo y cuando se me pasó el efecto, llegó la hora del somnífero para dormir. Sentí que sólo estando anestesiado se puede sobrellevar la estancia en el Instituto Nacional de Psiquiatría.
No hay duda, acceder a servicios de salud mental públicos, e incluso de cualquier tipo de atención médica, en este país dejó de ser un derecho a un privilegio.
Nunca imaginé que el “tratamiento” resultara así. Ya afuera, sintiéndome libre, me dije a mi mismo: la depresión no es un delito, buscaré otras herramientas para mi recuperación.